Me siento un poco como esa
espuma que sobra de la cerveza, la que se queda en la parte escondida de la
barra tras haber sido sacudida de las manos del camarero. Me siento rara, sin
saber qué hacer, como el meñique que siempre se tropieza con cada mueble del
viejo salón y no tiene otra función que doler. Y aunque duela, no tiene
importancia. Nadie se la da.
La mitología dice que hubo un
titán cuyo castigo no fue estar encerrado en las profundidades del Tártaro,
sino sostener el peso del mundo en sus hombros, manteniendo la tierra separada
del cielo. Supongo que entonces todos llevamos un poco de leyenda corriendo por
cada vena y músculo que tenemos y movemos. De alguna forma tenemos que saltar
el escalón del final de la escalera. De alguna forma tenemos que tropezarnos.
Un poco como Atlas.
Y cada letra tengo que
mirarla con lupa, porque mis dedos se queman al intentar deletrear una palabra
que no sea miedo, y mis manos se convierten en los ojos que necesitan gafas
para ver y resulta que alguien las ha hecho trizas.
Y soy yo quien las pisa,
porque a través del cristal roto no solo me mancho las manos de sangre, sino el
papel que de otra forma no desaparece.
Quiero que el ritmo acelere,
que los tambores hagan más ruido que esa semana en la que los fuegos
artificiales explotaban y lo único que pude ver fueron los palos de madera que
aterrizaron en el balcón. Aunque esté sonando Eye of the tiger, quiero más ruido. Quiero encender la radio y
apretar todos los botones del ascensor y tirar de la alarma de incendios en
medio de una película y correr y correr e ir tan rápido que no sepa distinguir
entre correr y huir.
Y todo el mundo pregunta por qué y yo respondo no lo sé, cuando lo único que quiero es
darles la respuesta que normalmente practicas en frente del espejo. En voz alta. A solas.
Me siento un poco perdida y
los pocos secretos que me hacen dudar y temblar y agachar la mirada no ayudan a
que las farolas iluminen la calle.
Y no lo entiendo, porque los
últimos días se están haciendo cuesta arriba y se supone que en la cima todo es
aire fresco y puedo agarrar los manillares de la bicicleta y dejarme llevar,
sin embargo, los pedales no funcionan y no sé cómo frenar, cómo parar y, me
caigo, sin sentido. Y lo único a lo que tengo
miedo es a que alguien me esté mirando, no a la caída.
Estoy cayendo en viejos
hábitos. Tú. Y encontrando otros nuevos. Tú. Y estacándome en el medio de
algunos. Tú. Y por una vez que soy sincera, seguramente alguno de esos hábitos
acabe leyendo esto. Estoy intentando mirar si el
vaso está medio lleno o medio vacío, pero no lo veo y acabo resbalándome con el
agua que está derramada por el suelo. Me siento rara y sigo sin saber qué hacer
y todo acaba siendo un golpe en el pecho.
Pobre Atlas, acabó teniendo
el castigo más humano de todos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¡Hola, fotógrafos! Cada comentario es fundamental para el blog, pero siempre sin intento de ofender o el uso de spam. ¡Gracias!