28 de agosto de 2016

Reseña: Éramos Mentirosos (E. Lockhart)




AutorE. Lockhart 
EditorialSalamandra
ISBN978-84-16555-00-0
Páginas288
Año2015


"Una isla privada. Una ilustre y conocida familia de Nueva Inglaterra. Un grupo de cuatro amigos —los Mentirosos— cuya amistad se vuelve destructiva. Una rebelión. Un accidente. Un secreto. Mentiras y más mentiras. Amor verdadero. Y, por fin, la verdad. 

Ésta es la bellísima y terrible historia de una familia perfecta que se sostiene sobre pilares de peligrosa fragilidad. A lo largo del relato se van desvelando las piezas de un rompecabezas que formarán un mosaico de personajes fascinante, donde los prejuicios y el egoísmo son los peores enemigos de la armonía y la felicidad."





Los Sinclair son altos, guapos y rubios. Son la familia perfecta y todos lo saben. Cada verano se juntan en su isla privada frente a la costa de Massachusetts y abuelos, hermanas y primos vuelven a reencontrarse. Los Mentirosos se reúnen tras un año sin verse. Cadence, Johnny, Mirren y Gat. Gat, Mirren, Johnny y Cadence. Los Sinclair, la hermosa familia. Hasta el accidente.

"La familia nos llama a los cuatro los Mentirosos, y quizá nos lo merezcamos. Tenemos prácticamente la misma edad y nuestros cumpleaños son en otoño. Casi todos los veranos nos hemos metido en líos en la isla" 

Han pasado dos años y Cadence no se acuerda de lo que pasó. Tiene amnesia selectiva, el pelo negro, insufribles migrañas y ahora le gusta regalar cosas. Su vida se basa en tomar medicamentos y vivir con su madre y sus tres golden retriever en Burlington. Como si no fuera suficiente, parece que Los Mentirosos se han olvidado de ella.

Teniendo la esperanza de que los recuerdos florezcan por sí mismos, vuelve a Beechwood, el paraíso familiar. Con la ayuda de sus amigos y una pared que va llenando con notas, va uniendo las piezas del puzle que fue el verano número quince.

E. Lockhart retrata de forma poética, con un lenguaje desnudo y preciso, la historia de la familia Sinclair: el patriarcado, las discusiones por la herencia, los fracasos enterrados y sus lemas. Además, hace uso de alegorías para que consigamos entender mejor las relaciones entre ellos y, mediante la voz de Cadence como guía, consigue meternos en su mente y aprender a la vez que ella la verdad que nadie parece querer contarle.

"Haz siempre lo que temas hacer" 

Este libro inaugura Salamandra Blue, el nuevo sello de Salamandra dedicado al género juvenil, y nos trae una historia con un ritmo trepidante que utiliza de manera magnífica un trastorno de la memoria como lo es la amnesia para darle complejidad a la trama, siendo el hilo que propulsa la acción y aumenta las ganas del lector por saber por qué estaba Cadence sola en la playa la noche del accidente, con un golpe en la cabeza e inconsciente.

Éramos Mentirosos, elegida novela del verano 2014 por la revista Time, es una historia de evolución, remordimientos, secretos y mentiras. Muchas mentiras. Te recomiendo que tengas cuidado y estés atento a lo que lees, puede que te estén engañando. ¿A qué esperas? La familia Sinclair está esperando tu llegada al muelle de Beechwood.









25 de agosto de 2016

Suficientemente

El tejado del otro edificio está muy lejos. No lo voy a lograr.
Mi mirada se posa en la multitud que espera impaciente a que llegue al otro lado. Me advirtieron que no mirase hacia abajo, pero no puedo evitarlo. Sinceramente, no sé si la gente quiere que lo consiga. Probablemente están aburridos y solo quieren ver cómo alguien cae y sus palabras se convierten en sangre. Quizás pasaran por aquí y les resultase divertida la situación. Ni siquiera sé por qué me importa.

Doy un paso y me tambaleo. No veo mi vida pasar como dicen en las películas. Me estabilizo. Doy otro paso. El viento me mueve. Me tienta a tirarme. ¿No sería más fácil? ¿Darle a todos lo que quieren? Un espectáculo donde yo soy el payaso. O el hombre que se mete dentro de un cañón y sale disparado. La diferencia es que esta vez yo soy la mecha, el iluso y el instrumento. Yo lo controlo todo y todo está fuera de mi control. Ando unos pasos más. El equilibrio me apoya. Es mi amigo. Camino como si estuviera en la acera y no en una cuerda muy estrecha a una altura demasiado alta. Soy como una paloma descansando en un balcón, aunque si yo decido volar, no lo haré. ¿Qué hago aquí?

¿Qué hago aquí?

Se ve que me gusta el riesgo. Se ve que me gusta perder. No es verdad. Sería más fácil tener una carta bajo la manga, pero sé que eso es hacer trampas. Sería más fácil sobornar al oficial, pero eso sería saltarse la ley. Sería más fácil vendarle los ojos a todo el mundo y engañarles, pero eso sería inmoral. Sería más fácil hacer trampas, pero eso sería ridículo. Sería ser alguien que no soy.

Tendría que tener un paracaídas, pero soy lo suficientemente tonta para creer que lo voy a conseguir.

Fíjate tú, para eso sí que soy suficientemente buena.

Olvido la cuerda. Olvido a la gente. Olvido los quizás. Olvido el viento. Olvido todas las veces que he perdido la concentración. Olvido todas las veces que me he tropezado y fallado. Olvido todas las veces que he caído desde alturas más pequeñas. Alturas más grandes. Alturas iguales. Lo olvido y me centro en el edificio de enfrente. Doy un paso. Así continuamente. Estoy llegando. Estoy ahí y de repente caigo.
Estoy cayendo.
El impacto me duele. La lona y el colchón amortiguan mi fracaso y la gente se va, perdiendo interés. No es la primera vez.

“¿A dónde vas” me pregunta uno de mis entrenadores mientras empiezo a subir las escaleras que llevan a la terraza.

 “A intentarlo de nuevo, ¿no?” 





Dentro de poquito subiré una reseña en la que puse mucho de mí y que por una razón u otra, me ha inspirado a escribir esta entrada. Espero que os guste.




15 de agosto de 2016

La chica y el chico

La chica estaba tumbada en el sofá, con los pies apoyados en el reposabrazos. Ahora la televisión estaba encendida y sus ojos estaban abiertos, aunque hace unos minutos se había hecho la dormida cuando habían tocado la puerta. Mejor pretender que no había nadie en casa.

El chico se zambulló en el agua. Había dejado la bicicleta en la acera antes de saltar a la arena y todavía tenía la ropa puesta. Sacó la cabeza para respirar y sintió una ola arrastrándolo de nuevo hacia la orilla. Nadó y nadó hasta tocar las boyas. Se sumergió de nuevo. Mejor pretender que no había nadie más en el mar.

La chica seguía ignorando los golpes que venían de la entrada y el chico continuaba hundiéndose sin hacer caso al socorrista que agitaba los brazos desde donde se encontraba hondeando la bandera roja. La chica se aburrió de cambiar de canales y encendió la música de sus altavoces para apagar el ruido de fuera y el chico empezó a nadar más rápido, más lejos.

Y resulta que el edificio estaba en llamas, pero el edificio no era nada más que una ilusión y las llamas no eran más que lágrimas. Y resulta que el mar estaba revuelto, pero el mal tiempo no era más que sus pensamientos y el socorrista no era más que su conciencia. Y resulta que los dos querían rendirse, los dos querían quedarse en casa y dejar que el fuego se lo comiera todo y los dos querían que el agua se los tragase y los ahogase hasta el fondo. Y resulta que la chica no era real y el chico tampoco, sino que eran imaginaciones mías.

Sí, sí, mías.

La chica eran mis ganas de cerrar las cortinas, acostarme en la cama y olvidarme de que había un mundo fuera. Un mundo que no me quería y que si me llamaba era solo para gritarme y darme menos de lo que yo intentaba dar.
La chica eran mis intentos de prender una cerilla y encenderla con la gasolina que goteaba de mi boca y del cubo en el que me habían intentado sonsacar las respuestas que yo no tenía. La chica era la oportunidad de tener la chispa que me bastaba para prender los libros y los cuadernos que tienen escritas mis caídas y mis éxitos y mis recuerdos. Sobre todo mis recuerdos.

El chico eran mis ganas de huir y correr y correr tanto que se me desgastase la suela de los zapatos y que cuando quisiese caminar hubiese perdido la costumbre y no supiese cómo estar quieta. Tener un viejo hábito en el que no quería volver a caer, primero porque no sabía. No sabía no estar alerta.
El chico eran mis intentos de pelear todas las tormentas en las que había llovido y no podía controlar el tiempo. Y solo podía mojarme y esperar a que el cielo se despejase, aunque el sol podía acabar quemándome también. O cegarme. Ya lo había hecho antes. El chico era el infortunio de todas esas veces en las que quise sacar bandera blanca pero no había viento para que nadie la viese. Nunca.

Veía el fuego y yo lo había provocado y no sabía la forma de apagarlo. Veía las olas y yo me había metido dentro y ahora no sabía salir.

¿Cómo me salvaba? ¿Cómo me salvaba a mí misma?



1 de agosto de 2016

Un monstruo muy normal

El niño estaba dormido, con las manos abrazadas a la almohada y con el beso de buena noches todavía en la mejilla. La oscuridad no era más que la más profunda nana y sus pies intentaban quitarse los calcetines a la voz de Morfeo. Era verano y el calor tocaba la puerta del sueño. Solo necesitó un ruido para abrir los ojos y pensar que el cuento mágico de cada noche se había convertido en pesadilla debajo de la cama. Odiaba levantarse de madrugada, siempre tenía la sensación de que alguien lo observaba y que su vida se veía en peligro por un monstruo malo y peludo que esperaba a que dejara la mano por encima de las mantas para atacarle. Había visto Monstruos, S.A. y no, no le caía bien ninguno. A lo mejor tendría que haber visto toda la película. Estuvo tanto tiempo despierto que le hubiera dado tiempo y, cuando se cansó de esperar, comprobó que no existía ningún Sulley, Mike o Randall acechándole.

Y el tiempo pasó, el niño ya no vivía con sus padres y los monstruos habían desaparecido, aunque de vez en cuando creía ver a uno de ellos acompañándole por la calle. Era pequeño y cabía en un bolsillo, por lo que podía encontrárselo ahí escondido. Sin embargo, su lugar preferido eran los hombros. No sabía cómo llegaba hasta arriba, pero en ocasiones podía verlo mirando de reojo. Tenía unos bigotes que resaltaban en la cara, de forma triangular. Parecía un garabato y se volvía invisible si se sentía muy observado. Lo que más le llamaba la atención al chico eran sus dientes, afilados, que dejaban en vano el intento de sonrisa, y sus brazos, que se estiraban sin control. Y también estaba su fina cola, que sin querer hasta le acababa haciendo cosquillas. Era raro. Ni siquiera tenía que existir y, a pesar de eso, era real y hasta llegaba a sentir su cabeza apoyada en la oreja.

Espera, ¿era real? Sus sentidos le decían que sí y tenía que fiarse de ellos puesto que su compañero callejero no sabía hablar y decirle si de verdad estaba ahí. Su cabeza, en cambio, le susurraba que se mantuviese cuerdo. Los monstruos no existen, ¿verdad? Además, siempre hemos sabido que hacen cosas malas y, de momento, la única maldad que este había hecho era soltar una pequeña risa cuando el ya no tan niño se había tropezado subiendo unas escaleras.

Y la verdad es que nunca se volvió loco ni salió por las noticias con ese nombre de titular. Llegó a acostumbrase a tenerlo con él. Y se dio cuenta de que sí, era un monstruo, pero no destrozaba vidas ni masacraba pueblos. Supuso que en cualquier momento ese pequeño ser podía enroscar esas elásticas manos alrededor de su cuello y dejarlo sin respiración, pero no lo había hecho. Pensó también que con esos dientes, una mordedura no sentaría nada bien y, de momento, no tenía ninguna. Y los bigotes y la cola le recordaban a un gato, y era su animal favorito. Meditó, al final, que tenía la oportunidad de hacerle daño y no la había tomado. Por suerte.

El secreto era que los duendes verdes y el cara o cruz no tenía nada que ver con eso. La chica que iba corriendo por la acera porque llegaba tarde a clase también tenía un amigo peculiar. El hombre con el delantal lleno de harina y esperando a que llegase el camión de entregas, igual. Cualquier persona con la que cruzases camino lo negaría, pero siempre andaban acompañados.

Y en parte el chico tenía razón y su monstruo era amistoso, sin embargo, no todos lo eran. No dependía de qué tipo de ser fuera, ni de su manos o sus pies, de su tamaño o color, sino del hombro del que fuesen tumbados. La persona, sin saberlo, decidía si se dejaba atacar o no.

Qué sociedad tan monstruosa.