La chica estaba tumbada en el
sofá, con los pies apoyados en el reposabrazos. Ahora la televisión estaba
encendida y sus ojos estaban abiertos, aunque hace unos minutos se había hecho
la dormida cuando habían tocado la puerta. Mejor pretender que no había nadie
en casa.
El chico se zambulló en el
agua. Había dejado la bicicleta en la acera antes de saltar a la arena y
todavía tenía la ropa puesta. Sacó la cabeza para respirar y sintió una ola arrastrándolo
de nuevo hacia la orilla. Nadó y nadó hasta tocar las boyas. Se sumergió de
nuevo. Mejor pretender que no había nadie más en el mar.
La chica seguía ignorando los
golpes que venían de la entrada y el chico continuaba hundiéndose sin hacer
caso al socorrista que agitaba los brazos desde donde se encontraba hondeando
la bandera roja. La chica se aburrió de cambiar de canales y encendió la música
de sus altavoces para apagar el ruido de fuera y el chico empezó a nadar más
rápido, más lejos.
Y resulta que el edificio
estaba en llamas, pero el edificio no era nada más que una ilusión y las llamas
no eran más que lágrimas. Y resulta que el mar estaba revuelto, pero el mal
tiempo no era más que sus pensamientos y el socorrista no era más que su
conciencia. Y resulta que los dos querían rendirse, los dos querían quedarse en
casa y dejar que el fuego se lo comiera todo y los dos querían que el agua se
los tragase y los ahogase hasta el fondo. Y resulta que la chica no era real y
el chico tampoco, sino que eran imaginaciones mías.
Sí, sí, mías.
La chica eran mis ganas de
cerrar las cortinas, acostarme en la cama y olvidarme de que había un mundo fuera.
Un mundo que no me quería y que si me llamaba era solo para gritarme y darme
menos de lo que yo intentaba dar.
La chica eran mis intentos de
prender una cerilla y encenderla con la gasolina que goteaba de mi boca y del
cubo en el que me habían intentado sonsacar las respuestas que yo no tenía. La
chica era la oportunidad de tener la chispa que me bastaba para prender los
libros y los cuadernos que tienen escritas mis caídas y mis éxitos y mis
recuerdos. Sobre todo mis recuerdos.
El chico eran mis ganas de huir
y correr y correr tanto que se me desgastase la suela de los zapatos y
que cuando quisiese caminar hubiese perdido la costumbre y no supiese cómo
estar quieta. Tener un viejo hábito en el que no quería volver a caer, primero
porque no sabía. No sabía no estar alerta.
El chico eran mis intentos de
pelear todas las tormentas en las que había llovido y no podía controlar el
tiempo. Y solo podía mojarme y esperar a que el cielo se despejase, aunque el sol
podía acabar quemándome también. O cegarme. Ya lo había hecho antes. El chico
era el infortunio de todas esas veces en las que quise sacar bandera blanca pero
no había viento para que nadie la viese. Nunca.
Veía el fuego y yo lo había
provocado y no sabía la forma de apagarlo. Veía las olas y yo me había metido
dentro y ahora no sabía salir.
Me encanta como has redactado la lucha interna. A veces me encantaría poder estar en dos sitios a la vez para satisfacer también a mis dos mitades. Aquella que me dice adelante, y la que me persuade para quedarme donde estoy.
ResponderEliminarUn placer leerte :*
Aw, muchas gracias a ti por pasarte por aquí y leerme *-*
EliminarUn beso!